viernes, 29 de agosto de 2014


Las plazas, antaño lugares convocantes y de reunión, demandaban por esto último la presencia de otros personajes, como por ejemplo los fotógrafos de plaza. Coronaban estos su testa con una gorra visera gris y del mismo color era el guardapolvo, invariablemente desprendido, y ambas piezas constituían sus uniforme de trabajo. Hacían vigilia en lugares estratégicos parados al lado de una cámara de cajón, grande, roja y brillante, apoyada sobre un trípode pintado de amarillo esperando a parejas de enamorados, colimbas o gente con familiares aquí en la ciudad que quisiera llevar a sus pueblitos un testimonio impreso de su visita. Todos querían tener esa foto, ese momento robado al tiempo que no envejecería nunca. Serios, almidonados y atentos "al pajarito" miraban como la cabeza con gorra se perdía detrás de la cámara tapándose con un manto obscuro que caía hasta sus hombros. Unos minutos después el milagro ocurría; unos dedos grises y arrugados por el reactivo, entregaba al retratado una laminita frágil y mojada, la valiosa foto, la cual y pagando unas monedas más se podía colorear a mano dando matices amarillos, celestes y rosas. Una paquetería. Y así soldados, parejitas y gente de afuera seguían recorriendo el paseo, llevándo en una mano, con sumo cuidado y "agarrando viento",  una cartulina húmeda llena de recuerdos terminándose de secar.